BUENOS AIRES

BUENOS AIRES

Llegó a la estación de Retiro una mañana de un lunes agitado, soldado a la mano de Natacha, a quien utilizaba como lazarillo para encontrar el camino en una ciudad donde se vive perdido.

Estar en Buenos Aires le significaba lo mismo que estar en San Pablo, Madrid o Londres, una ciudad desconocida lejos de las olas, un lugar de pasada o de paseo, pero nunca un lugar para vivir. Al bajar del micro y poner un pie en la ciudad que le cambiaría la vida, en su conciencia comenzaron a zumbarle las palabras aventuradas por sus amigos, recalcándole el gran error de abandonar sus raíces para seguir al amor de su vida, o como bien él decía, para construir un sólido futuro profesional.

–¡Qué pérdida de tiempo es hablar y opinar por el solo hecho de hacerlo, inferir todo lo que le va a suceder a otra persona si hace tal o cual cosa! ¡Qué gasto de energía sin sentido! La gente cree tener ese don divino para interpretar exactamente el futuro de los demás, pero nunca se toma el tiempo para hacerse cargo de sus problemas, –pensaba silencioso, al presenciar el apabullante desfile de gente yendo y viniendo por la estación de Retiro, aclarándoles mentalmente a sus amigos que no estaba de acuerdo con sus inoportunos consejos, en una charla que en realidad no existía.

–En la vida hay mucho por descubrir y no me voy a conformar con más de lo mismo, el que no hace nada, nunca se equivoca. Los pibes están con esa, que hay que surfear y surfear; pero yo no puedo vivir del surf. Es lindo decir eso cuando uno está tranquilo, sabiendo que al lado tiene un salvavidas que en momentos de tormentas lo mantendrá a flote, pero yo ya estoy cansado de tanta tormenta, ahora quiero cultivar mi mente, –seguía, convenciéndose del rotundo cambio que había emprendido, para poder comenzar la nueva etapa de su vida sin remordimientos. Lo pensaba y se contestaba para animarse, una y otra vez, porque ni siquiera él estaba del todo seguro de lo que estaba haciendo, porque tenía bien en claro que lo peor que le podía pasar a un surfista era alejarse del mar, porque el surf es adictivo y muy pocos surfistas de alma pueden soportar la abstinencia.

De la terminal fueron al departamento donde Natacha vivía solo desde hacía tiempo. En el recorrido, desde la ventanilla del taxi, absorbió todo lo que desfilaba frente a sus ojos con la velocidad que un disco rígido emplea para almacenar información.

Natacha era la menor de cuatro hermanos; su padre de setenta y dos años, empresario retirado y separado, vivía sola en su casa en un barrio privado, retirado de la ciudad; la madre, quince años menor, lo había abandonado hacía dos años, cuando él decidió vender la empresa textil que había heredado de su familia, para dedicarse a disfrutar la vida, cosa que ella lo tomó muy mal, porque al tener que soportar sin interrupción la presencia de su esposo desde la alborada hasta el anochecer, vagando por la casa, dando órdenes sin hacer nada útil, se hartó y un atardecer de verano, huyó con la ayuda de una de sus amigas para nunca más volver, dejándolo responsable de todos los quehaceres domésticos que en sus años de matrimonio había esquivado.

Para ese entonces Natacha estudiaba y vivía sola en un departamento en el barrio de Belgrano, que su padre le había regalado. Sus hermanos estaban dispersos por todo el mundo; su hermana mayor vivía en Brasil, casada con un brasileño que trabajaba de periodista deportivo en el principal diario de San Pablo; lo había conocido por una coincidencia en la cancha de River Plate, cuando él había llegado a Argentina para cubrir un partido del “millonario” frente al Corinthians. El hermano menor había ido a Londres hacer una pasantía, en una empresa multinacional de entretenimientos y hacía tres años que se había convertido en ciudadano europeo, por su ascendencia inglesa y su aptitud para los negocios; el hermano mayor vivía en Buenos Aires, era una especie de músico bohemio fracasado, y como no le caía bien la vida aburguesada que llevaba su familia, se reclutó con sus amigos en una casona vieja de Colegiales, abandonado a las drogas para crear sonidos eclécticos que a muy pocos les interesaban. Natacha era la nena menor y la más consentida de la familia; independiente, libre y muy tenaz en sus estudios, rara vez sus padres le decían qué debía hacer. Había estudiado en las mejores escuelas. El padre, que toda su vida estuvo ocupado por los negocios, no entendía las claves para ejercer su rol paterno, y como no tenía problemas económicos, le facilitaba todo lo que ella pidiera. Para él, ella era su reina; para ella, él más que un padre parecía su abuelo. La madre nunca dejó de ser una mujer bellísima, desde chica había modelado para varias marcas de ropa y desde siempre cuidaba su imagen más que ninguna mujer de su edad, se juntaba con amigas más jóvenes, imitando sus rituales, cosa que a su hija le gustaba mucho. Si alguien las veía juntas seguro pensaría que eran hermanas. Vivió rodeada de abundancia y suntuosidad, sin haber trabajado nunca, criando a sus cuatro hijos con el apoyo de respectivas niñeras, así ella tenía el tiempo requerido para sus cuidados y placeres diarios.

De alguna manera, Natacha y él mantenían un común denominador, la ausencia de los roles paternos. Pero no había sido esa comunión, ni el efecto de la “buena” química que se había gestado entre ellos, la principal causa de haber largado todo para irse a probar suerte a Buenos Aires, había sido la necesidad imperiosa de liberarse de la sujeción en la que estaba inmerso. Económica y profesionalmente estaba atascado en un gran pantano, donde veía que pasaba el tiempo y no lograba avanzar. En el momento justo de sus rebeldías, cuando había pateado el tablero en su casa y había quedado a la deriva con su vida, ella, como una heroína, había caido del cielo en la escena donde él necesitaba que lo sacaran de su decadente realidad. En ese período, cuando él anhelaba romper la monotonía diaria para ir en busca de nuevas metas, de experiencias nunca vividas, se aferró a Natacha porque entendió que venía de otro lugar, de otro universo de ideas, porque para él, la vida junto a ella era como una hoja en blanco, donde podría dibujar y comenzar todo nuevamente.

 

Por su lado Natacha no tenía amigas que le reprochasen nada, tampoco amigas que consideraba como tales. Ella no veía lados oscuros en su nueva relación. Él era su media naranja, tres años mayor, autosuficiente, despojado de artificios mundanos, creativo o artista mediocre y, para agregar a su curriculum vitae, también era surfista, una etiqueta que él consideraba estúpida, más que nada en Buenos Aires, pero que se amoldaba muy bien a las charlas que ella mantenía con sus fatuos amigos porteños.

Tal vez en él había encontrado lo que completaba su fantasía para no desentonar con su entorno.

Su más pura muestra de amor estaba en la cama; se comportaba, voraz, insaciable, ávida de ensayos carnales. Los primeros días al llegar a Buenos Aires se internó con él en su departamento, viviendo un coqueteo romántico nunca experimentado en sus flirteos anteriores. Bastaba el simple encuentro de sus miradas para derretirse en besos y mezclarse con sus cuerpos. Ambos se sentían libres, sin horarios o excusas, inmersos en una de las ciudades más eróticas del mundo, y ese hecho los excitaba con locura. Pero claro, todo sucedía en los primeros días, antes de que la rutina los descarrilase del incierto camino por el cual se habían propuesto avanzar.

La primera jornada de trabajo transcurrió sin darse cuenta, flotaba de aquí para allá con sus nervios y temores por haber caído en un mundo desconocido. En el aire tenso que entre todos respiraban, viajaban invisibles ondas expansivas con los anhelos nunca complidos de cada uno de los que trabajaban frente al fulgor de los monitores, ubicados sobre sus escritorios. Al llegar al quinto piso y abrir la puerta del ascensor, se enfrentó con repetidas oficinas que se extendían sobre la superficie, como si se tratara de un barrio en miniatura con sus casas todas perfectas e idénticas. Antes de ser atendido por la secretaria, se tomó el tiempo para observar y estudiar la cara de cada uno de los seres que habitaban en el interior de los boxes. Venía preparado para no alterarse frente a esa escena sombría que le causaba estupor.

–El hombre es un animal sometido y condenado al dinero, obligado a buscarlo y cumplir su laudo en cárceles camufladas, –pensaba mientras recorría con los ojos las caras de toda la gente que se esforzaba en aparentar lo que nunca creyó ser.

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