Treinta y tres grados
Lo odio, lo odio, pero lo amo. Si no, no hubiera llegado a tener tres hijos con él. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, como dijo alguien en algún momento. Ahora se me está pasando la bronca y me calienta que se me esté pasando tan rápido. Será que lo tengo al lado y su simple presencia me tranquiliza. Igual no voy a dar el brazo a torcer tan fácil, necesito que se de cuenta que lo que hizo me da por los ovarios. Por momentos me pongo a pensar si realmente le interesa toda esta familia que hemos creado. O debo ser yo la boluda que estoy todo el tiempo pensando en no hacer cosas que no me gustarían que me hagan, y así nunca muevo de casa, bah, nunca es una forma de decir, si lo comparo con las veces que él se va sin la más mínima preocupación.
Me he bancado miles, y cada vez que me pasa esto, me digo: ya fue, la próxima le voy a pagar con la misma moneda, a ver si le gusta. Intenté un par de veces de hacer lo mismo o parecido a lo que él me hacía, y el guacho ni se mosqueó, podés creer que ni A me dijo. Al final abandoné la idea porque me di cuenta que terminé jugando al juego que más le conviene, y todo le vino como anillo al dedo, para luego tener crédito y tomarse el palo sin remordimientos. Hasta con eso especula. Lo odio. Siempre lo mismo, me recaliento, pasan las semanas, todo vuelve a la normalidad y el día menos pensado, chau, si te conozco no me acuerdo, desaparece otra vez. Y nuevamente la boluda soy yo.