La última vez que lo vieron a Ernesto fue en «El Pulpo», el bar de la esquina, a pocas cuadras de la aceitera, donde se juntaban los muchachos, obreros de la fábrica y amigos del barrio, después del trabajo y antes de llegar a sus casas. Un lugar lúgubre, bastante básico, pero amistoso para ellos. Un bar de mala muerte para los que nunca lo frecuentaron o para muchos de los que transitan por esa esquina, y la luz roja del semáforo los obliga a pausar sus vidas por un minuto, en sus autos modernos, ofreciéndoles ese lugar como distracción para soportar los tediosos sesenta y dos segundos, que anteceden a la luz verde y les permita seguir su camino hacia la parte más cuidada de la ciudad. Incluso, más de un cajetilla en esa pausa obligada, habrá fantaseado ser habitué del bar sin moverse del cómodo asiento de cuero de su elegante auto, escondido detrás de los vidrios polarizados, jugando con la ilusión de una visita al interior del bar, como si fuera una prueba de osadía o de autosuperación ; y luego vanagloriarse en su círculo de amistades importantes diciéndoles —Vieron ese Bar, bueno, un día yo estuve ahí-, relatando con detalles esa intromisión, como si se tratara
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de una experiencia aventurera única y valiente en alguna tribu aborigen de la amazonia.
– Entré y me senté en una de las mesas que dan a la calle, junto a una de las dos grandes ventanas sobre la ochava, donde la palabra BAR despintada por el paso del tiempo, en letra imprenta mayúscula de color negra y dorada encima del nombre «El Pulpo”, le otorga el sello de bar de barrio al mero sucucho; adornado tan solo con una mesa de pool, un televisor viejo y un teléfono público en desuso.