HISTORIAS PRESTADAS

HISTORIAS PRESTADAS

Mis ojos habían grabado en dos planos registros al mejor estilo Hitchcock, mil y pico kilómetros a lo largo de un día agotador de viaje, desde que salí de Jeffrey’s Bay y llegué al hotel donde acostumbraba a parar en Durban. Era la tercera vez en el mismo mes y en mi vida, que visitaba esa ciudad de olas temperamentales.

Es halagador llegar a un lugar lejano y que te reciban como si fueras alguien más de la casa, de esas cuestiones se encargaba Ross, un sudafricano de piel carbónica y melena erizada, como si fuera una esponja inmensa. Largas noches de viernes y sábados me había quedado con él, cuando todos los que deambulaban por el hostel a esas horas partían rumbo a las discos o bares céntricos, tratando de confundirse entre las luces. Algunos viajeros y yo, que no estábamos para esas sacudidas del cuerpo, ya sea por el cansancio que producía el agua salada en la piel luego de varias horas de surf, o por el solo hecho de que a esas horas nos pesaban los litros de alcohol bebidos, nos quedábamos platicando e infiltrando cerveza a nuestras neuronas junto al ritmo de la guitarra de Ross que, con su agrietada voz y sus dulces canciones, nos hipnotizaba a su alrededor, para que no lo dejemos solo, en su trabajo nocturno de hotelero. Para mí era toda una decisión, porque las radios en Durban a las nueve de la noche explotaban con todos los latidos electrónicos que involuntariamente lograban despegarme el culo de donde estuviera apoyado. Por momentos me daban ganas de mezclarme en ese trance multicolor, ya que estaba solo y no tenía que dar explicaciones a nadie, pero como llevaba el freno de mano puesto en mis músculos, me quedaba con Ross y toda la peña, disfrutando como nunca, entre gente distinta, una exquisita vibración de variadas cultura y ritmos, mezclados con los condimentos lingüísticos de Sudáfrica, Australia, Argentina, Francia, Alemania e Inglaterra. Era una de esas noches en que las palabras se resbalaban de nuestras lenguas enceradas por la cebada y entre todos los que nos quedábamos en compañía de Ross, y que pertenecíamos a una variada gama de países, olvidábamos por completo que significaban las fronteras y las banderas.

Pero eso había sucedido en aquellas felices noches pasadas; ahora había llegado nuevamente al hotel, después de un largo e interminable viaje de casi quince horas, eran las nueve y pico de la noche y mi mente atormentada de kilómetros, no tenía ganas de nada. Cuando entré a la hostería con mi mochila a cuestas y toda la maraña de tablas que siempre me acompañaba, fui directo a la recepción a pedir una habitación, Ross, quien como era de esperar estaba de turno esa noche, al verme entrar esbozó una sonrisa de oreja a oreja, de esas simpáticas y amistosas, donde mostraba toda su brillante dentadura.

–¡Hey! ¿Cómo estás? –Ross hablaba bastante bien el castellano, debido a que años atrás se había enamorado de una rosarina que vivió un largo tiempo allí, para escribirle cartas y no perder contacto con su amor distante, decidió memorizar el diccionario inglés–español para aprender lo necesario y comunicarse con ella. Sabía palabras que hasta a mí me resultaban desconocidas.

–Hola Ross. ¡Vengo un poco cansado pero contento de estar aquí nuevamente!

–Ha llegado una carta para vos.

–¿Para mí? – pregunté intrigado, ¿quién podría enviarme una carta a mí, si casi nadie sabía dónde me encontraba?

–¡Qué bueno! La quiero ver ¿me la alcanzás?

–Sí, pero antes me tienes que dar algo a cambio –respondió Ross.

–¿Ah sí? ¿Qué quieres, entonces? –le pregunté sabiendo qué me iba a pedir, estaba ansioso por ver esa carta aunque no tenía idea de quién podría habérmela enviado.

–¿Recuerdas ese cassette que me habías prometido?

–Ja, ja … vos sí que no te olvidás de nada. ¡Pero lo prometido es deuda! Cuando me acomode te lo doy; pero ahora venga esa carta, amigo, –le respondí con una sonrisa. En aquellas pasadas noches, le había hecho escuchar el cassette “Amor amarillo” de Gustavo Cerati y lo había fascinado, entonces prometí regalárselo cuando me fuera. Pero al final no cumplí con mi palabra. Creo que le había parecido simpática esa frase de “lo prometido es deuda”, porque cuando salió en busca de la carta se fue repitiéndola, señalándome con su dedo índice dejando una sonrisa enorme.

Como se demoró más de lo pensado, desde el pasillo le grité: ¡Subo a la habitación y en cinco minutos bajo! Me sentía agotado de estar yendo y viniendo, quería instalarme en la habitación con todos mis bártulos y liberarme de su peso para poder relajarme un rato. Subí las escaleras hasta el primer piso de la vieja casona de estilo victoriano, que estaba a sólo dos cuadras de la costa, una casa reformada y acondicionada para viajeros sin muchas pretensiones. Entré a la habitación ciento tres, y amontoné la pila de cosas sobre el colchón. Como no podía dejar de pensar en el destinatario de la carta que Ross había recibido, busqué y agarré el cassette de Cerati y bajé al “TV Room” donde Ross me esperaba, seguro con su guitarra y la carta.

Lo primero que observé al tenerla en mis manos fue que el sobre con bordes azules y rojos, típicos de las cartas que se envían por avión, no llevaba el matasello argentino, y tenía escrito mi nombre con una caligrafía bastante desprolija. Lo inmediato que percibí fue una serie de estampillas pegadas de manera desordenada con la figura de una mujer balinesa y, mi nombre escrito en letras grotescas. Al ver el remitente me enteré que la enviaba Polo, desde Bali. Una gran alegría me recorrió el cuerpo. Hacía un mes que me había despedido de Polo en Australia, cuando cada cual había tomado su propio camino, ya que ambos teníamos intereses distintos. Lo que más llamó mi atención fue ver que el sobre no contenía la típica postal del lugar con alguna frase de relleno, no, lo que contenía eran dos hojas escritas a toda prisa.

–Ross, ¿cuándo llegó esta carta? –le pregunté.

–Hace unos días, la recibí yo y la guardé porque sabía que volverías. ¿Está todo bien, amigo?

–Sí, todo bien, gracias Ross por haberla guardado. Has sido muy atento.

–No worries, bro –respondió chocándome sus cinco.

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