EL MAR SIEMPRE

EL MAR SIEMPRE

–¿Aló? ¿Uh, ya son las diez? ¿Qué hacés? Sí, estoy bostezando, sí recién me despierto, !Ok, dale vengan! ¡Sí, me cambio en dos minutos, dale pasen, ya estoy listos, los espero!

–Che… ¡Pará, pará! ¿Qué viento hay? ¿Noroeste…?

–Sí –se escuchó en el parlate del teléfono.

–¡Entonces vamos a la cueva!

Al abrir los ojos se preguntó, como lo hacía cada nueva mañana en su vida, de qué lado estaba soplando el viento, una pregunta automática cuya respuesta le indicaba de qué manera debía enfrentar el día, siempre y cuando claro… estuviera cerca del mar. En Buenos Aires su reacción era justamente la contraria, porque si al formularse esa pregunta, el viento estuviera del norte, el mar con olas, y él se encontrara lidiando con su rutina diaria, sus pensamientos le carcomerían el cerebro, por no poder estar disfrutando de las olas como sus amigos.

Después de varios meses el viento de tierra le soplaba a su favor, no sólo porque sus ráfagas habían acomodado el mar revuelto, dejando el escenario impecable para poder actuar, sino también porque se encontraba en su ciudad, y sus amigos, luego de un largo tiempo de no compartir una jornada de surf con él, lo pasarían a buscar, como en los viejos tiempos. Hablando de los viejos tiempos, la resaca como consecuencia de todo el vino tinto bebido sin discreción, esa mañana no le permitía caminar lúcido por su casa.

La noche anterior ninguno de sus amigos pudo afirmar, al presenciar su espectáculo iracundo producido por la embriaguez, si él tomaba para olvidar sus dilemas, o si había dejado su mente en blanco, y tomaba para evitar recordar todo lo que padecía. La cuestión fue que se agarró tal borrachera que, hasta los más osados con los vicios nocturnos, se asustaron al presenciar los improperios e incongruencias que salían de su boca.

Todavía en la mañana, luego de levantarse, le retumbaban en la cabeza los ecos del despilfarro de palabras de su charla con Victoria, la novia de uno de sus amigos, que por ser la única mujer que había ido a comer el cordero, le prestó el oído por horas, mientras él descargaba su acoplado de problemas sobre la vida de mierda que estaba pasando en Buenos Aires. A pesar de su borrachera, no había dejado ese detalle al azar, la había elegido a ella como interlocutora, porque de antemano sabía qué le responderían sus amigos si tocaba el tema.

Como acostumbraba todos las mañanas, se preparó un Nesquik, y antes de que sus amigos llegasen para sacarlo a las apuradas, como solían hacer en los días de olas buenas, volvió después de tanto tiempo a la rutina que ordinariamente en sus días de pueblo acostumbraba hacer. Salió a la calle a ver de qué lado estaba el viento, mirando la veleta del vecino, y cruzó hasta el mercado a comprar un alfajor triple de Terrabussi. Al pisar la calle no pudo evitar cruzarse con la vecina y amiga de su abuela.

–¡Que tal señora! ¿Cómo andan sus cosas?

–¡Hola, querido! ¡Bien, bien, gracias! ¿Y vos? ¿Cómo andás? ¿Nuevamente en el barrio?

–Acá estoy, ¡bien! Vine a despejarme un poco después de tanto trabajo.

– ¡Ah, sí, sí! Ya me contó tu abuela lo bien que te va.

No es para tanto. Ella, cuando habla de su único nieto, siempre exagera. ¡Bueno!, luego nos vemos, voy hasta el Mercado, – respondió sonriendo.

– Chau, nene, que lo pases lindo.

Cruzó apenas algunas palabras de compromiso con la vecina porque la vieja era simpática, un tanto pesada pero, con algunas palabras y una que otra sonrisita simpática, se las ingeniaba para sacársela de encima, porque si le seguía la corriente ella podía estar hablándole todo el día, pues hablaba “hasta por los codos”.

Camino al mercado, después de añares, se cruzó otro vez a la chica que siempre le había gustado y que nunca le había dado bola y que, según sus ojos, era idéntica a Franchesca, una amiga del secundario que tampoco le daba ni la hora. En esa oportunidad como todas las anteriores, no se animó a decirle nada, sólo se le dio por pensar lo mismo de siempre, que en el mundo, Dios había creado grupos de gente con diferentes moldes y que si por algún motivo se llegaran a juntar, se formarían grupos de personas físicamente iguales, como si fueran todos clones, difíciles de diferenciar. Un pensamiento absurdo, que le resultaba interesante a esas horas del domingo, lidiando con su resaca.

A la dueña del mercadito también hacía bastante que no la veía, y aún así, no se salvó de la típica pregunta que ella siempre le hacía desde que supo que él también surfeaba en invierno:

–¿Con este frío de locos vas a meterte en el mar?

–Sí señora, el agua sigue fría, pero a los gustos hay que dárselos en vida, total, sarna con gusto no pica, dice el refrán, –le respondió con esas palabras porque le guardaba un mínimo de respeto,  pero por dentro con suspicacia pensaba: prefiero hipotecar mis huesos por el reuma antes de hipotecar mi vida haciendo nada como vos, vieja chusma.

Pidió el alfajor y también un Alikal, para terminar con la resaca. Cuando volvía del mercado sus amigos ya estaban esperándolo en la puerta.

–¡Esperen que busque la tabla y el traje!, –les gritó llegando a la casa de su abuela, que era su casa desde hacía varios años.

–¿Alguien vio el mar? ¡El viento está del noroeste, deben estar lindas las olas! ¿La marea, cómo está?, –preguntó, pero nadie le respondió; en realidad a él no le interesaba tanto la respuesta, preguntaba porque se sentía más vivo con esa clase de preguntas, que desde hacía meses había dejado de formularse.

Mientras buscaba su equipo de surf pensaba: hace tanto que no voy al mar, que no me fijo dónde guardé las cosas, total ¿para qué? – continuaba preguntándose, todavía con un leve mareo y un incómodo dolor de cabeza.

¡Que lejos está esto de mi vida actual! ¿Eh? Allá todo funciona sin prestarle atención a la Naturaleza. La rutina, el maldito laburo, querer trepar, querer tener cada vez más, colocarse la careta todos los días para actuar en la trágica función de la vida. ¡Cuánto hay que mentir para ser lo que conviene ser, pero no se quiere ser! –. Renegaba de su vida  mientras encontraba el traje de neoprene, guardado en el ropero por su abuela y lo colocaba en el bolso playero.

Salió de la casa con todos sus bártulos tranquilizando a sus amigos que, acomodados en la parte delantera de la camioneta, no paraban de gritarle que se apure. Se ubicó junto a sus cosas en el mínimo espacio que quedaba en la caja, entre las demás tablas, los bolsos, la parrilla y el carbón, que llevaban para hacer un asado, y  una vez que todos estaban en sus lugares, marcharon rumbo a la playa.

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