29 Feb SUDAFRICA
Pasaron seis horas desde que subí en Durban, al omnibus de la compañía Grayhound, rumbo a Port Elizabeth, para luego dirigirme a Jeffrey’s Bay, un mínimo pueblo con las máximas derechas del planeta. Iba en búsqueda de las olas soñadas de mi adolescencia, aquellas mismas que había conocido por videos, en esas heladas y fantasmales noches de invierno en Necochea, con mis amigos. Hacíamos un asado con cualquier excusa, con tal de juntarnos para hablar de lo único que nos interesaba en ese momento: las olas, y nos rebalsábamos de cerveza viendo en la pantalla de un viejo televisor, los videos de Jeffrey’s Bay, gastados de tanto rodar, exaltándonos cuando la cámara mostraba a Shaun Tompson, surfista emblemático de esa época, dibujando líneas blancas sobre la perfección de las paredes de agua, y todos delirábamos con la idea de hacer lo mismo que ese surfista, en aquel mismo maravilloso lugar.
Atrás iba quedando la mitad de mi viaje, y también los niños y mujeres mulatas que al costado del camino transportaban a pie la carga eterna sobre sus cabezas, y que mis ojos, ubicados en un lugar muy cómodo de la vida, saludaban sin decir adios. Con el poco tiempo que le dedicaba al mundo, entendía que África era la tierra del esfuerzo y el castigo, el origen de la injusticia. Al contemplar la escena, me avergoncé de mis estúpidas quejas por el incómodo asiento que estaba ocupando en el ómnibus, y que no merecían la minima atención al lado de toda esa gente caminando por la vida, llena de obstáculos, caminando, sin otra cuestión, caminando, porque en la vida ellos no podían sentarse; caminando por la carretera descalzos, vestidos de impotencia, resignación y fastidio.
Irónicamente, todo ese matiz de emociones se esfumó cuando mis ojos vieron un soberbio cartel de Shell, que anunciaba a diez kilómetros un oasis de la globalización. Fue un alivio para mi estómago, ya que intuía que el chofer detendría la marcha para poder almorzar. Confieso que sentí tranquilidad saber que en tanta desolación, existía un pedazo de mundo civilizado, aunque nada tenían que ver esos montones de chapas con el paisaje de fondo. Allí la suma de las partes no formaba el todo, más bien lo destruía. Una chispa perpicaz saltó de un lado a otro en mi cerebro y entendía por qué, esos tipos conquistan terreno colocando esos templos occidentales, que sólo sirven para que los habitantes del lugar comprendan que son extraños en su tierra, y para que nosotros, los viajeros, mordamos la manzana. Ellos juegan sabiendo que a todos nos gusta la Naturaleza y la aventura, siempre y cuando estemos conscientes de que vamos a terminar al rato en un lugar con todas las comodidades que nuestro mundo “civilizado” nos brinda, porque a todos nos gusta la vida salvaje y rústica de la selva, pero siempre y cuando estemos del otro lado de las rejas.
Como lo esperaba, el chofer entró a la estación y detuvo la marcha. En una mezcla de inglés y afrikaans, incomprensible para mí, antes de abrir la puerta del coche, informó que contábamos con media hora para descansar y engañar el hambre; todavía restaban siete horas para arribar a Port Elizabeth. Eran las dos de la tarde cuando, sentado en el restaurante pensando en nada, pude hincar mis dientes en una insulsa hamburguesa acompañada con una Coca–Cola. Como mi economía no era la del despilfarro, me conformaba con las típicas ofertas más baratas. Luego de comer ese bocadillo austero, fue inevitable pasar por el baño, ya que soy de vientre ágil o, como dicen mis amigos, soy como los pájaros, como y cago. En cada uno de mis viajes esta costumbre significó un problema, y vaya que en ese lugar lo fue más que nunca. Otras de mis manías cuando me siento en el retrete, es tener algo para leer, no soporto la idea de estar sentado en un baño público, observando las paredes hediondas, sin nada que leer, me incomoda la idea de estar encerrado en un pequeño habitáculo, por eso leo lo que venga, para no pensar en el tema. Puedo leer lo que se me presente, una revista, la etiqueta de mis pantalones, la suela de mi zapatilla, el reverso del walk–man, el contenido de un desodorante y por supuesto las recurrentes escrituras sobre las puertas todas rayadas, que a veces son versos de mierda como lo fue el que encontré escrito allí.
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